Capítulo 1: Los Antecedentes
En el caso de España, es difícil determinar las fechas exactas en que comenzó y terminó la Edad de Plata, porque las circunstancias que dan lugar al comienzo o fin de éste o cualquier otro momento en la historia se encuentran difuminadas en períodos anteriores y posteriores a cualquier fecha límite. Sin embargo, en 1898 y en 1936 ocurrieron acontecimientos de importancia que pueden servirnos como puntos de referencia. En 1898 tuvo lugar el último episodio de la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana, que en la historiografía española se designa simplemente como el Desastre. Al otro extremo, el fin de la Edad de Plata lo marca otro hecho bélico no menos contundente, el comienzo de la sublevación del general Francisco Franco contra la República Española, que desencadenó la Guerra Civil, que terminó en 1939, dando inicio a una dictadura que solamente llego a su fin en 1975 con la muerte de Franco. El Desastre conmocionó a todos, pero especialmente a los intelectuales jóvenes a quienes marcó de tal manera que son conocidos como la Generación del 98. La Guerra Civil dispersó a muchos de ellos y sus sucesores, los de la Generación del 27, quienes también forman gran parte de la Edad de Plata.
Conviene dar un poco de contexto histórico a fechas tan nítidas. Durante el siglo XVI y parte del XVII, España se transformó en la primera potencia en la historia en tener un imperio propiamente global en el que “nunca se pone el sol”. Los dos siglos que siguieron vieron la decadencia de ese imperio, aunque hacia finales del XIX, algo quedaba de la expansión territorial. En Asia, las islas Filipinas, y en América, Cuba y Puerto Rico, todavía contribuían no solamente a la economía de la metrópoli, sino también a su sentir de que era un poder colonial, como Inglaterra y Francia. Pero aún esos vestigios del pasado colonial se perdieron en una “splendid little war”, como llamó el secretario de Estado estadounidense John Hay a la guerra que para los Estados Unidos comenzó y terminó en unas diez semanas de 1898 (S. E. Morrison 801) pero que para España y Cuba había comenzado en 1895. Esta derrota a manos de una nueva potencia hizo que los intelectuales españoles de la época se preguntaran sobre sus causas. Muchos pusieron sus miras en la educación, que ellos consideraban deficiente a todos los niveles.
Relacionar la prosperidad y fuerza de un país con la educación no era algo nuevo. Después de la derrota de Francia en 1870 a manos de otra nación también recientemente constituida, en este caso Alemania, en la Guerra Franco-Prusiana, los intelectuales franceses promulgaron que los verdaderos vencedores habían sido los maestros alemanes; esta misma fórmula se aplicó al caso español (Delgado 15). Ya casi medio siglo antes del Desastre, el gobierno español había intentado implementar unas reformas en la educación, que desde siempre había sido provincia de la Iglesia católica. En 1857, el gobierno creó un sistema de educación secundaria, pero aun eso resultó demasiado para los elementos más conservadores. La Iglesia, “a través de su influencia en el partido Conservador [...] pudo prevenir las propuestas de una intervención más amplia del estado en la educación [primaria y secundaria] hasta principios del siglo XX; su red de escuelas permitió que las clases media y alta no tuvieran que sufrir las deficiencias del sistema de educación pública y por tanto no se interesaban en su reforma” (Boyd 8). Las estadísticas lo dicen todo: en el año escolar 1859-1860, el número de posibles estudiantes a nivel primario era de dos millones y medio, pero solamente 1,024,882, menos de la mitad, asistía a las escuelas. La inversión del estado en la educación pública no se comparaba con la del resto de Europa: “En 1898 los gastos por instrucción primaria a nivel municipal, provincial, y nacional eran de 27,577,000 pesetas, o 12 pesetas por niño. En comparación, Francia gastaba el equivalente de 32 pesetas por niño; Italia, 44; Grecia y Bulgaria, 26” (Boyd 12). La mitad de los estudiantes de las escuelas públicas abandonaban sus estudios en uno u otro momento para ayudar en las labores del campo, necesarias en una economía basada en la agricultura. Al nivel secundario había 20,000 estudiantes y en las universidades 6,000, de los cuales 3,755 estudiaban derecho. Las facultades de ciencia o ingeniería tenían un total de 141 estudiantes (Tuñón de Lara 174). La educación post-secundaria era responsabilidad del gobierno central de la nación, y los gobernantes intervenían en todos los detalles de la vida universitaria cuando lo consideraban conveniente, como por ejemplo para exigir de los profesores juramentos de fidelidad a una u otra causa o doctrina.
Hacia mediados del siglo XIX un hecho en apariencia sin importancia marca el principio del cambio que produciría la Edad de Plata. En 1843, Julián Sanz del Río, un profesor de historia de la filosofía en la Universidad Central de Madrid, fue enviado por el gobierno español a que estudiara en Bruselas la filosofía jurídica alemana, específicamente la elaborada a partir de las ideas de un pensador hoy casi desconocido, Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832). Aunque Krause había muerto en 1832, sus teorías se habían propagado por universidades europeas, como la de Bruselas, donde enseñaba su discípulo, Heinrich Ahrens. Allí fue Julián Sanz del Río, y Ahrens a su vez le envió a Heidelberg, pues en esa universidad había un buen grupo de discípulos de Krause (Gott 6). Este hecho, tan intranscendente en apariencia, llegaría a marcar un hito en el desarrollo de las ideas en España. Según Ángel del Río, director de la Escuela Española de 1949 a 1954: “La renovación profunda, en un sentido liberal y más moderno que afecta a la visión del hombre, del mundo, de la vida, de la historia, de la sociedad y del problema de España, se prepara . . . con el viaje de Sanz del Río a Alemania, donde bebe en las fuentes mismas de la filosofía romántica, de las que saldrá el Krausismo y el subjetivismo angustiado, lírico y metafísico de los hombres del 98” (1963, II, 108).
El estudio de la historia, el folklore y las manifestaciones de cultura popular que tanto interesaban a los seguidores de Krause, llamados “krausistas”, puede haber tenido sus raíces en varias ideas y escuelas de la época, como el romanticismo, como sugiere Del Río. De Krause viene, entre otras cosas, el amor por la naturaleza: “Krause se anticipaba a su tiempo en reconocer los derechos de la naturaleza, arguyendo que ‘el mundo de los animales y las plantas, de las piedras y los cristales, tenía que ser respetado, y no podía ser utilizado solamente para los fines del ser humano’” (Gott 6). De ahí el énfasis de los krausistas en los viajes, los campamentos de verano, y otros medios de contacto directo con el mundo natural. El individuo era parte de la naturaleza y como tal también parte de la divinidad, y por eso era importante que la escolarización enseñara el conocimiento y el respeto por la naturaleza. “Se da así una perfecta coherencia en el hecho de que las realizaciones de mayor trascendencia del krausismo en el orden práctico se hayan producido en el ámbito de la educación” (Abellán 485).
A partir del regreso de Sanz del Río a España, Abellán describe cómo su influencia se extiende en el tiempo y el espacio. Sobre la dimensión espacial de la propagación de esas ideas en la geografía española escribe Abellán: “Muy interesante es la difusión que el krausismo alcanzó en Universidades e Institutos de provincias, como consecuencia de la irradiación que desde la Universidad Central de Madrid, realizaron los profesores krausistas” y cita varias universidades de la península adonde llegó la influencia krausista (473). Richard Gott, por su parte, lleva esta “irradiación” mucho más lejos, pues detecta el krausismo en el pensamiento del ensayista, poeta y revolucionario cubano de finales del siglo XIX José Martí, quien estudió Derecho en universidades españolas y cuyos escritos influyeron enormemente en Fidel Castro (Gott).
En Madrid, un grupo de profesores de la Universidad Central, entre ellos Francisco Giner de los Ríos (Ronda, 1839-Madrid, 1915), que habían sido discípulos de Sanz, querían cambios en la enseñanza universitaria, como el poder enseñar sin tener que abstenerse de criticar la doctrina católica o la monarquía. Por negarse a aceptar esas limitaciones fueron apartados de sus cátedras. Con Giner a la cabeza, decidieron fundar una universidad privada, pero pronto optaron por crear algo más práctico y a la vez más ambicioso en su amplitud. Así, con una escuela primaria y otra secundaria, nació en 1876 la Institución Libre de Enseñanza, la cual, según sus estatutos, “era completamente ajena a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político; proclamando tan sólo el principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia, y de la consiguiente independencia de su indagación y exposición respecto de cualquiera otra autoridad que la de la propia conciencia del Profesor, único reponsable de sus doctrinas” (Institución Libre de Enseñanza 17). Para Giner y sus colaboradores, que seguían los modelos europeos que habían llegado a conocer, lo importante era que en la educación se pusiera el énfasis en la práctica, no en la teoría o la memorización de datos. “En efecto, se tratará de educar al niño en el taller, en el aula, en el gimnasio, al aire libre, en la sociedad, en el cuarto de aseo, etc., a fin de lograr una personalidad armoniosamente integrada” (Blasco 127).
Pronto estos modestos principios se desbordaron porque “la meta más inmediata de Giner era la formación de una nueva élite cultural y política de donde saldrían los líderes de una transformación más amplia de la sociedad, que él veía necesaria en el futuro. En la consecución de esta meta su éxito fue rotundo” (Boyd 35). Esto se logró por medio de:
una estrategia de ramificación de su filosofía en una serie de organismos públicos y autónomos —el Museo Pedagógico, la Ampliación de Estudios, la Residencia de Estudiantes o el Instituto-Escuela— que contribuirían a formar brillantes científicos, intelectuales y políticos [De esta manera] el espíritu institucionista caló en numerosos ámbitos. 'Con el tiempo', señalan los historiadores Javier Moreno Luzón y Fernando Martínez López, 'las dimensiones políticas de este organismo libre tuvieron un gran alcance' " (Constenla).
En este recuento pretendemos mostrar como dicho “gran alcance” no se limitó a España, sino que, al menos en el campo de la enseñanza de la lengua y la literatura españolas, se difundió por los Estados Unidos a partir de varios centros universitarios, pero sobre todo el proporcionado por la Escuela Española de Middlebury College. A los que esto hicieron posible, los llamaremos aquí “krausistas” o “institucionistas” porque ellos recibieron directa o indirectamente la influencia de uno o varios de los organismos creados a partir de la Institución Libre de Enseñanza, y en las aulas de las escuelas inspiradas por el krausismo.
Los primeros estudiantes formados en los ideales de la Institución alcanzaron su edad madura a principios del siglo XX, o sea, justamente después del “Desastre”, y comenzaron a participar en la vida política del país. Fue entonces cuando se dieron cambios importantes. En 1901, por ejemplo, se creó el Ministerio de Instrucción Pública y un Museo Pedagógico de Instrucción Primaria. Pronto los seguirían un laboratorio de biología marina en Santander y varios institutos y sociedades como el Museo de Antropología, el Instituto Nacional de Física y Química, laboratorios de fisilogía y bacteriología, entre otros que o hacían una labor paralela a la de la universidad, o la complementaban.
Una de las más importantes creaciones para los propósitos de este recuento fue la Junta para Ampliación de Estudios e Investigación Científica en 1907. Su meta era ser “un instrumento para renovar el personal docente facilitando el estudio en el exterior donde los becarios recibirían orientación y a su vuelta se les facilitaría el ingreso tanto en el profesorado como en [otros] núcleos de actividad investigadora [. . .] donde pudieran preparar a otros jóvenes” (Moreno Luzón 157). Entre los casi dos mil becarios que la Junta enviaría al extranjero durante su existencia se encontraban muchos que vendrían a los Estados Unidos y luego se relacionarían con la Escuela Española:
Además del envío de pensionados a Estados Unidos, que la Junta inició en 1908, este organismo se planteó en 1916 cómo proyectar la enseñanza de nuestro idioma fuera de España, especialmente en Norteamérica, ante las numerosas peticiones de profesores de español hechas por universidades y otros centros docentes del extranjero (Formentín Ibáñez 297-8).
La Junta también creó otros organismos de ampliación de su labor pedagógica, como el Centro de Estudios Históricos en 1910, cuyo primer director fue Ramón Menéndez Pidal, gran amigo de Giner de los Ríos, con quien compartía muchas ideas sobre la educación. Menéndez Pidal llegaría a ser uno de los historiadores y lingüistas más infuyentes del siglo XX y presidente de la Real Academia Española desde 1925. Bajo su tutela comenzaron sus carreras numerosos e importantes historiadores, filólogos, e investigadores como Tomás Navarro Tomás, Américo Castro, Dámaso Alonso y Antonio García Solalinde, este último luego profesor en Wisconsin de Juan Centeno, futuro director de la Escuela Española y él mismo brevemente director de la misma.
A todos esos méritos de Menéndez Pidal, destacados en sus biografías, habría que añadir otro menos fácil de detectar--el haber sido el eslabón por medio del cual se estableció el enlace entre el desarrollo del hispanismo en los Estados Unidos, anclado en instituciones como la Universidad de Columbia y la Escuela Española de Middlebury, y el ideario institucionista. El propio Menéndez Pidal nos da testimonio de cómo se dio este enlace: “en 1909, la Hispanic Society of America [cuyo fundador y director fue el hispanista Archer Huntington], con motivo de un cursillo mío en la Universidad de Baltimore, me invitó a dar unas conferencias en Nueva York, las cuales publicó después en elegante volumen” (Ramón Menéndez Pidal 5). Cuando unos años después, en 1916, el entonces presidente de Columbia University, Nicholas Murray Butler, decide hacer de su universidad el principal centro de estudios hispánicos en los Estados Unidos, consulta a Huntington, quien recomienda a Menéndez Pidal y éste a su vez sugiere a un discípulo y colaborador suyo en el Centro de Estudios Históricos, Federico de Onís. Butler actúa con celeridad y en una carta del 3 de mayo de 1916 escribe a de Onís:
De Onís acepta la invitación, se instala en Nueva York, establece los estudios graduados en Columbia y funda el Instituto de las Españas y su influyente Revista Hispánica Moderna. Y como para refrendar el lazo con el institucionismo, “El 9-3-20 se acordó crear una delegación permanente de la JAE [Junta para Ampliación de Estudios] en el Instituto de las Españas y nombrar delegado de aquélla a don Federico de Onís” (Formentín Ibáñez 302).Hay un nuevo interés en la literatura, la historia y la civilización españolas, y tenemos muchos deseos de hacer de la Universidad de Columbia el centro principal de estudios españoles en este continente. Nuestro cuerpo de instructores de lengua y literatura españolas es competente en la enseñanza de estudiantes subgraduados, pero deseamos que un distinguido “scholar” organice y dirija los estudios de español avanzados y de posgrado. […]. Después de consultar con el profesor Pidal, confiamos que usted aceptará nuestra entusiasta invitación de ser profesor en la Universidad de Columbia (Butler).
De Onís venía de una vieja e influyente familia de Salamanca, ciudad mundialmente conocida por su universidad, la cuarta en fundarse en Europa, y la primera en España. Luis de Onís, su bisabuelo, tramitó con James Monroe en 1819 el tratado que cedió la Florida a los Estados Unidos (U.S. Department of State; ver también Río, 1981). El padre de Federico de Onís era el bibliotecario de la Universidad. En Salamanca, Miguel de Unamuno, filólogo, escritor, dramaturgo, quien llegaría a ser rector de la Universidad, fue profesor del joven De Onís hasta que éste partió a Madrid para hacer su doctorado. Fue en la capital donde Menéndez Pidal lo reclutó para ayudarlo en su labor en el Centro de Estudios Históricos, y fue como miembro del Centro desde donde De Onís brindó apoyo a los organismos e ideales institucionistas. Una vez en Columbia, según describe Howard Young en una semblanza, De Onís:
Años después, todos estos nombres, con excepción del primero y el último, aparecerían también en los catálogos de la Escuela Española de Middlebury, cuya apertura vendría un año más tarde, en 1917.estableció el que sería por al menos dos décadas el departamento de Español más destacado del país, el más influyente con respecto al número de estudiantes que produjo, y el más brillante en lo que se refiere a la lista de profesores que en él enseñaron: Ramón Menéndez Pidal, Tomás Navarro Tomás, Ángel del Río, Jorge Mañach, [Arturo] Uslar Pietri, Fernando de los Ríos, Francisco García Lorca, Gabriela Mistral, Mariano Picón Salas, y Germán Arciniegas, por citar sólo a algunos (268).